Detenga el lector un instante su ímpetu de lectura —que agradezco y conmigo quienes, conocidos o no, se sienten en mis palabras representados—, dé licencia a su imaginación, respire hondo dos o tres veces, aísle de ansias el espíritu y déjese llevar por la evocación que le sugiera lo que pretende este sentido texto  que bien pudo ser escrito ayer.

    Alumbrado hoy, cierto, un día cualquiera en el que las cosas son porque están; y claras se ven ya que el paisaje en torno es algo más nítido en la apariencia aunque igual de confundidor, si se analiza sosegadamente, por el irrenunciable objetivo de los enturbiadores.

  La pugna contra un enemigo poderoso que actúa desde la sombra, la mentira y la ideología, es ardua, requiere de firme y constante empeño y paciencia, pues suele prolongarse años o legislaturas. Andar bregando contra una conjunción de poder visible y oculta es tarea de héroes, más si cabe cuando el número inicial de esforzados es pequeño y su cobertura mediática una ilusión. Pero si la voluntad existe y a ella se suma la razón, el sentimiento, el coraje (por no decir los redaños o por decir los cojones, término muy ilustrativo de lo que se quiere significar), la inteligencia, el acopio documental y los definitorios “por aquí no pasamos”, “de eso nada”, “hasta aquí podíamos llegar”, “nosotros vamos por delante”, los héroes se multiplican y acrecen hasta convertirse en titanes y éstos, por mutación espectacular y unívoca, en un coloso que hunde su base en las entrañas de la tierra y sostiene el cielo con la envergadura de sus brazos.

    El viajero frecuente por las estribaciones de la sierra de Guadarrama, el ocasional que desvía la mirada o con la vista busca lo que de algún modo recuerda y reconoce, el periodista que relata el hecho para una agencia de noticias con tendencia hacia uno u otro confín, también el curioso que se desplaza a guisa de fedatario para, desde el anverso y el reverso, aportar su opinión a la causa que se ventila y, a lo mejor, incorporarse a la defensa o al asedio, según le vaya el ánimo o el interés, distingue un Monumento que es expresión singular de Fe, Patria y Arte: La Santa Cruz del Valle de los Caídos.

 

Pretender deslindar el todo de sus partes, aunque sea para realzar alguna, equivale al menoscabo, desprecio e ignorancia de lo que debiera ser sentido único.

   Al hablar de los símbolos —y de su mano, también, de los sentimientos, las devociones y los anhelos—, hemos de tomar conciencia del alcance que tienen y de lo que transmiten al ser íntimo que luego comparte, para refrendarlo y sumar fuerzas, con el grupo. Del mismo modo, y en honor a la justicia, lo que ahora es nexo de unión entre muchos en su origen fue decisión individual motivada en el deseo vehemente e insobornable de reconciliar ánimos y voluntades en un grandioso espíritu, único e inmarcesible, que obrara el humano milagro de que los españoles nos lleváramos bien por tiempo indefinido, que ajenos de una vez a las envidias y los odios nos aupáramos a la concordia y a guisa de colofón reinstaurásemos la Patria que había soportado tan horrible seísmo por las características propias de los autóctonos y la tendenciosa injerencia de elementos internacionales remunerados con objetivo disgregador.

    Cae por su peso que el mundo anda lleno de desagradecidos tanto como de arribistas y ocasionales desmemoriados, que en esta sacudida España camino de retorno a los años treinta del siglo XX se cuentan por millones; es cosa sabida y mal que peor soportada. Lo que duele, porque hiere y conturba, es que una equivocada postura muy al uso, dispensadora de desagravios y privilegios unidireccionales —que uno, sincera  e ingenuamente, se pregunta a santo de qué—, entregue armas, bagajes, jurisdicción y argumentos al enemigo así declarado, perpetuamente enfrentado a la Historia de España y, cómo no, a sus símbolos.

    Vea el que quiera y escóndase el habitual, al que llamarlo cobarde no hace mella ya que todo resbala en la piel viscosa. Si España es católica de raíz y médula, el reivindicador de la II República aboga por aliarse con el islamismo militante para proclamar que España ha dejado de serlo y puerta abierta para rememorar la traición del 711. Si España aspira a ser Una, Grande y Libre, destino que debiera ser causa común de los españoles, el adicto a las Repúblicas que nos han asolado excita los instintos de los demoledores internos y externos al viejo grito de ¡muera España y paseo a los que estorben!; lo cual no dejaría de tener su gracia, por lo anecdótico y desaforado —cosas de esos traviesos de siempre, se dice en los ambientes que preside la componenda transitoria originada en la felonía hermana de aquella otra que alzó al pueblo español contra el invasor autorizado, allá por 1808—, si no fuera porque tales aspiraciones fueron ciertas, constatables y sufridas, y en la actualidad se reproducen como la mala hierba y envenenan lo mismo. Vamos, que no salimos de una para meternos en la siguiente sin solución de continuidad.

    Y no aprendemos.

    Qué cuesta entender que cediendo, cediendo, se acaba en el sumidero. Pero por qué hay que entregar espacio y aire al que nos ocupa, expulsa y asfixia. Que alguien me explique —si pudiera hacerlo o yo me dejara engañar a cambio de subsidios, subvenciones o prebendas—, la razón última para acomodar las ambiciones de los protagonistas del expolio nacional y su hundimiento irremisible. Pues que yo deduzca, intuya o suponga, dando, dando, se queda uno sin nada (compuesto y apaleado), con cara de tonto, farfullando: qué ha pasado… Ha pasado lo que suele pasar cuando se deja hacer al indeseable que persigue quedarse con todo y una vez acopiado el botín te suelta el ¡ahí te quedas! y el ¡échame un galgo! Esto es lo que pasa cuando se gira la vista para no ver lo que hay que ver sin pestañear y prestos a la cotidiana brega, dura e ineludible si a uno le asiste, gracias a Dios y a la inteligencia, un haz luminoso de principios y valores.

 

Hubo una guerra en España hace siete décadas y pocos años, una guerra convencional, con tiros y trincheras, uniformes y bombardeos, que venía gestándose desde atrás con palmarios conatos en 1909, 1917, 1931 y de  diciembre de 1933 a julio de 1936; tanteos o ensayos, podríamos calificarlos. La Guerra Civil de los casi mil días sucedió entre guerras civiles de carácter sectario, local, político y de imposición ideológica y una revolución, constituyendo multitud de frentes, venganzas, saqueos y exterminio. En la retaguardia del bando denominado republicano, que gobernaba el Frente Popular y dirigía con firme determinación la quintaesencia del socialismo, cundía por orden expresa la persecución genocida y la supresión de segmentos sociales que fueron etiquetados a conveniencia de los ejecutores; lo llamaban limpieza.

    Hay que hacerse una idea cabal, quiérese decir sin eufemismos, de lo que significa una guerra civil; súmese a ello, de por sí dramático, la proliferación de conflictos viscerales —sangrientos y biliosos en vanguardia y retaguardia de ese Ejército Rojo que por mor de las apariencias pasó a denominarse Ejército Popular de la República  (testimonios al respecto los hay si se buscan)—, cuya única resolución era la de someter al contrario y aniquilarlo para ejercer el control absoluto sobre personas, bienes, creencias y voluntades. Con tal panorama de tiro en la nuca y propaganda alienante, la mente abandona el equilibrio, la razón y el sentido entregando el cuerpo al arbitrio de la jerarquía instalada en el cumplimiento férreo y completo de sus objetivos: la conversión de España en un territorio satélite del experimento socialista soviético.

    Para contrarrestar tal poder y vencerlo hace falta fe, disciplina, patriotismo y una determinación contra viento y marea y a prueba de fuego. Así de claro, así de conciso. Pero sin un mando con las dotes debidas lo anterior queda en heroicidad sin consecuencias prácticas. Recordemos aquello de que la victoria tiene muchos padres mientras que la derrota es huérfana; pues bien, en este caso que nos ocupa, la victoria fue de España (que quiso mantenerse unida), para los españoles (que desean serlo sin apostillas o “por imperativo legal”) y gracias a los que dieron generosamente su vida para que el resto pudiera vivir.

    Al terminar una guerra, civil o no, con el último parte que llega a todos los rincones del territorio afectado, aparecen vencedores y derrotados; pero sobre todo se manifiesta alivio —por fin pasó, que no se repita— y el anhelo de la convivencia que sea cauce de la mayoría de las personas que en definitiva forman la Nación.

    Pero las guerras, como sucede con cualquier vida y con cualquier obra fruto de la creación, tienen su origen, desarrollo y desenlace; no acaban cuando uno de los contendientes quiere o cuando, mágicamente, suena el silbato del final del partido. En plena contienda, quien ejercía la jefatura del bando Nacional, Francisco Franco, ideó y proyectó el que a la postre había de ser un símbolo duradero —ojalá perenne— de la reconciliación entre los españoles y su propósito de vida en común. Un símbolo que hundiera sus raíces en la tierra de todos y en virtud de un prodigio arquitectónico alcanzara el cielo desde la fe que sustenta el espíritu de la mayoría de los españoles y que no excluye a ninguno. Ese fue el origen del monumento a la Santa Cruz del Valle de los Caídos. El lugar para emplazarlo, el idóneo.

 

Cada cual es libre de sentir lo que guste ante la contemplación de una obra de arte; de la misma manera que cada uno ha de expresar libremente sus sentimientos allá donde sea sin distingos en el auditorio, y de elegir sus símbolos. Eso hacemos algunos.

    Algunos damos una fuerza y un valor singular al símbolo. Somos los mismos que al apreciar las variaciones cromáticas que nos regala la Naturaleza nos emocionamos, las registramos con los medios a nuestro alcance —empezando por la percepción, siguiendo con la memoria y, en ocasiones, ayudados por la tecnología—, para compartir la sublime belleza del momento. Nosotros —no tenga reparo en sumarse quien guste— transmutamos la gama de grises que tanto agobia el ánimo en tonos plata, que lo alegra, y a la penumbra la vestimos de elegante marengo derivando hacia el perla.

    También somos y con idéntica predisposición los que, desde la Historia, vinculamos la Cruz a la Espada; porque llegado el caso, y en España los casos han llegado, la defensa o es activa y ataque o en nuestro funeral la única congregación de responso será la de los carroñeros con hambre.

    Entendida la metáfora, situémonos en el panorama de hoy.

* * *

A nadie con dos dedos de frente se le escapa que con el advenimiento de la mediocridad y sus aparejadas ambiciones —que no por sabidas son menos estomagantes, dañinas y oprobiosas—, las antiguas inquinas y los nunca extirpados enconos afloran del pudridero, sito en las cloacas, para conseguir los privilegios que el buen mérito no da porque de donde no hay no se saca. Un confortable pasar y el aquí me las traigan todas, para quien no es nadie, es acicate suficiente para destruir lo que se interponga en el camino de sus  patrocinadores; y ejemplares dispuestos, por dinero, a lo que mande el pagador no faltan ni faltarán en las removidos campos de la envidia y el odio.

    De excusas andan los mentideros llenos; la excusa es el argumento al que se recurre para aliviar, o esparcir, las presiones de la calle y la oposición política (cuando la hay) de una nefasta gestión, a la par que sirve de estímulo a los incondicionales que esperan su oportunidad para ganar titulares y crónicas sobre la marcha. Con una inflamada excusa en ristre se apagan las débiles protestas, meramente protocolarias, y se allana el camino para la consecución del objetivo final: suprimir la Nación negando (o recreando con mentiras) su Historia.

    Y para ello, repito, el objetivo final, hay que atinar en la elección; si recae en un símbolo múltiple, miel sobre hojuelas.

    Como en la órbita socialista andan sobrados de estrategas a corto plazo y de dinero, con lo uno y lo otro en proporcionada simbiosis, no cabía esperar sino lo sucedido, con renovada bilis y el imprescindible aderezo de la saña. La víctima: España; el símbolo múltiple, inequívoco, perfectamente visible: el Valle de los Caídos.

    Enfilado el Monumento por la artillería pesada del conglomerado socialista (y esa inestimable colaboración por pasiva de quienes desde los encastillamientos políticos debieran defender a la Nación y sus nacionales y no lo contrario), la añagaza es lo de menos: que si memoria histórica al uso, que si el retorno al espíritu conciliador de la Transición dando pábulo a los antaño derrotados, que si la ley de libertad religiosa, que si el deterioro del patrimonio, que si el peligro de desprendimientos, que si hay que acabar con los agravios, que si de Francisco Franco y su obra no hay que dejar ni rastro, que si el nuevo orden implica la demolición del viejo, que si la fe es cuestión de una privacidad enclaustrada, que si a la congregación benedictina acogida al Monumento (por decisión de Francisco Franco) mejor le iría lejos de las humedades y las corrientes de aire que se cuelan fantasmagóricamente por las oquedades, que si los columbarios han de ser exhumados a la chita callando para que una familia entre cien mil opte por recoger las partículas de vaya usted a saber quién (pues ya el tiempo ha hermanado a los caídos y viven en una armonía que ya quisiera yo para nosotros los vivos), que si el catolicismo es una rémora y sus fieles una molestia.

 

Hace una legislatura —nacida de atentado exitoso—, la ubicada entre 2004 y 2008, la oposición a la práctica socialista fue encabezada y tenazmente sostenida por la Asociación de las Víctimas del Terrorismo (AVT), a cuyo frente se situaba su benemérito presidente. Millones de españoles participaron de la protesta cívica continuada y engrosaron las filas de los manifestantes en los diversos actos convocados al efecto. Tal fue la repercusión de las movilizaciones que el acuerdo con los criminales no pudo culminarse como deseaban las partes negociadoras.

    Esta legislatura, iniciada en 2008 con idénticos mimbres que su predecesora, con similares rostros políticos en el arco parlamentario, ha vivido y vive un proceso semejante de lucha por España y por la libertad, que no ha recibido el tratamiento informativo acorde con la trascendencia de lo que se juega, quizá porque los esforzados protagonistas en vez de llenar calles y plazas lo que han formado —con la mayor determinación y asistidos de principios y valores denostados por amplios sectores de una sociedad desnaturalizada—, es una barrera moral, espiritual, sentimental, histórica, valiente y humana. Adultos y jóvenes, familias e individualidades, se han batido el cobre en circunstancias adversas de todo tipo (también lucharon contra los rigores del clima) para mantener en esencia y presencia lo que es propio, conjunto y decisivo: la Historia, la Conciencia, la Fe, el Arte y la Nación.

    Había que verlos, y pudo vérseles, agrupados en la niebla, bajo la lluvia y la nieve, firmes y desafiantes ante el viento y la espuria imposición gubernativa. Había que verlos, y lo pudimos ver y vivir los que quisimos, soportando estoicamente el registro minucioso e impropio de la Guardia Civil, cumpliendo órdenes políticas los agentes, a las puertas del Monumento. A los españoles se les negaba la asistencia a los oficios religiosos en la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos; se les negaba el derecho al culto; se les negaba el acceso al recinto; se les negaba la posibilidad de conocer tan grandioso y admirable Monumento, su riqueza artística y sus servicios (anulados tiempo ha); a los españoles se les negaba el paseo por un lugar público de singular belleza natural.

    A los españoles y al resto de los humanos se les negaba la libertad y se les cercenaba el sentimiento.

    Eran pocos al principio, cuando el poder político destilado en el albañal inició su labor encubierta de cierre y demolición, quienes advirtiendo la magnitud de lo que iba a suceder pusieron voz y coraje para impedir las acciones encaminadas al ominoso fin. Pocos eran entonces pero suficientes, investidos de dignidad, argumentos y sentido, para despertar de la pérfida indolencia y para alejar de la abominable resignación a miles, me atrevo a decir millones, de personas en España y allende sus fronteras, uniéndolas en una proclama y en un deseo.

    Semana a semana, el número de asistentes a los oficios ha ido incrementándose hasta conseguir, en primera instancia, la reapertura de la Basílica y después, habiendo ganado esa batalla, el conocimiento público de lo que sucedía (y sucede).

    La difusión mediática, mínima pero eficiente, ha contribuido a la descomposición momentánea del objetivo final del socialismo dirigente y sus diversos aliados distribuidos por doquier. Había que escuchar, y podía escucharse de quererlo, la voz de la Asociación para la Defensa del Valle de los Caídos, alta, clara y serena, poderosa para contrarrestar desde la convicción el ultraje y el despotismo aniquilador. Había que escuchar, y así nos dispusimos muchos en todas partes, esa voz resuelta, convencida e itinerante que ha logrado frenar a esa otra discordante, mentirosa, sectaria y de intención liberticida que ha querido contaminar a la manipulable opinión pública.           

 

Lo que sucede con el Valle de los Caídos es un remozado ensayo —actualizado, si se prefiere— para destruir y acabar con la raíz cristiana y su modo de vida liberal y democrático. Es una pena que se olvide tan fácilmente aquella represión frentepopulista, la del socialismo real, que se llevó por delante —léase eliminaron— a más de ochenta mil personas, de las cuales un diez por ciento eran religiosos. Luego, y las matemáticas no engañan, los muertos por la acción predefinida de exterminio reúne en el trágico cómputo a toda clase de personas. Téngalo en cuenta el lector.

    Desligar el Valle de los Caídos de la Historia de España es un error que nadie inteligente y de bien debe cometer; tampoco puede quedar desvinculado de su magna expresión artística, como no ha de ser obviado su carácter espiritual ni el esplendoroso paisaje que lo enmarca. Fe, Arte, Nación, Naturaleza; Patria, en definitiva.

    La división, igual que la ignorancia, la apatía o la componenda, únicamente ofrece bazas al enemigo.         

Miguel Ángel Olmedo Fornas
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Categorías: Miscelanea

1 comentario

Guripa · 16 septiembre, 2011 a las 17:34

Poco se puede añadir a lo reflejado por el autor en este hermoso texto sobre nuestra historia reciente, sobre lo que hoy acontece en torno al Valle y lo que representa en sí mismo.
Como miembro de la ADVC le agradezco sinceramente sus palabras de reconocimiento para la labor que hacemos, pero lo realmente importante de todo lo que ha dicho, según mi parecer, está en la afirmación «Desligar el Valle de los Caídos de la Historia de España es un error que nadie inteligente y de bien debe cometer» . Ésta es la verdadera cuestión para los que, lejos de manipulaciones políticas, entendemos España como un bien de importancia suprema, como una categoría al margen de discusiones y opiniones. Para los que entendemos España y su historia indefectiblemente unidas a la Cruz, pues nadie puede negar que el Cristianismo está en el mismo nacimiento de España, de Europa y del mundo civilizado en su conjunto.

Defender el Valle de los Caídos de las aspiraciones bastardas de sus enemigos, que son los herederos ideológicos de aquellos otros enemigos de España y de la Cruz que arrastraron a nuestra gran nación a la Guerra Civil, es defender a España y a su historia del Mal, así, con nombre propio. El socialismo y los separatismos no tienen cabida en el mundo real, en el de la razón y la inteligencia. Por eso mismo hoy vuelven a la carga contra ese símbolo, tan bien calificado por el autor del texto: «Fe, Arte, Nación, Naturaleza; Patria, en definitiva.»

Desde mis convicciones personales, mis valores morales, mi fe católica, mi apreciación de las actuales circunstancias, tanto políticas como sociales, mi amor a España y mi emocionado respeto y sentimiento de deuda para con quienes entregaron su vida por legarnos una España digna de ser vivida, considero un deber indelegable, inexcusable, pero también un honor y un privilegio, participar junto al resto de miembros de la ADVC, en esta elevada tarea de preservar un pedazo de nuestra Historia y nuestra esencia como la gran nación que somos, de la vesanía y la inmundicia ideológica y sectaria. No creo que ningún español de bien pueda creerse al margen de esta labor.

Mi felicitación a Miguel Ángel Olmedo por su magnífico, acertado y sentido texto.

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